Una gran obra puede ser inmensa aún repitiendo fórmulas, temas y sentidos. En definitiva, de lo que se trata es de transmitir, de llegar a un público específico y analizar momentos.
Este es el caso de la comedia dramática Lo único que hice fue jugar (escrita y dirigida por Sebastián Irigo). Una obra realmente conmovedora en la que podemos transitar diferentes clímax -recreados musical y coreográficamente-, en los que las actuaciones comprometidas logran plasmar temas controversiales en nuestra sociedad: el de ser mujer, madre, esposa, ama de casa, trabajadora y mucho más. El de ser niño e hijo. El de ser menor y tener que absorber los problemas de adultos. Patinar, correr, danzar, cantar o entregarse al dolor.
De repente apareció Gerardo Chendo, intepretando a Manuel (un niño de ocho años), a un adulto de 40 y narrando su versión de los hechos. Entonces, todas las décadas que transcurrieron se encargaron de convertirlo en quien es hoy, en lo que es.
Quien crece, sufre. Quien juega se abstrae.
Mientras todo sucumbía en el hogar, él se ponía a jugar. Mientras sus padres discutían problemas graves, él se convertía en un súperhéroe. Mientras Adriana (Josefina Scaglione), su hermana mayor, salía sin dar demasiadas explicaciones, repetía modelos impensadamente y su otro hermano, Ignacio (Sebastián Politino) seguía acumulando obsesiones; él pretendía disfrutar de su niñez. Como si cada momento hubiera podido transformarse en un pentagrama gigante sobre el que conviene cabalgar cada tarde y noche.
Al tiempo que todo lo modificaba y, sin embargo, a este ser tan encantador se encargaba de conservar como en una cajita de cristal.
¿Qué ocurre con los hijos cuando un matrimonio llega a su fin?
¿Los padres se divorcian de sus hijos?
¿Por qué el caos del amor se traslada a los hijos?
¿Por qué?
Una ambientación de los años 80´ junto a un vestuario exquisito y muy bien logrado nos adentra en la casa de una familia de clase media. Una familia muy convencional, con costumbres tradicionales, vacaciones a la costa, fiestas de cumpleaños, silencios otorgados y conflictos no superados.
Existe un trabajo muy interesante en cuanto a la iluminación y la música: cuando las luces bajan, los hermanos comienzan a jugar, a utilizar todo el espacio escénico y a convertirse en los verdaderos dueños de la ficción. De hecho, es esta atmósfera que Manuel recrea, constántemente, la que le permite trepar, luchar como soldado, pilotear un helicóptero y ser un niño dentro de todo feliz. Una capa que lo cuida de todos los peligros inminentes, que lo protege de los posibles daños reales, de las malas decisiones de sus padres y de todo aquello que él, aún, no puede decidir.
La dramaturgia permite distintos tipos de análisis y eso es lo que cautiva del relato: las diversas aristas e interpretaciones que se puedan tener.
Un padre jugador (Federico Buso), un padre que todo lo arriesga sin medir las consecuencias. Que se ahoga en el alcohol a costa de todo y de nada. Un padre que se siente solo y que no hace nada para modificarlo. Pero nadie dice qué se espera de él, qué se pretende. Gritos de un lado y de otro. Estallidos que producen quiebres irremontables. Regalos que se acumulan más que el amor que no se prolonga. La «traición».
Marcela, su esposa (Laura Oliva) muy sobreprotectora con sus hijos pero no con su marido. Esta relación es la que más importa desde el comienzo, porque todo lo que suceda luego dependerá de esos primeros instantes.
Como una margarita que se va deshojando: me quiere, no me quiere. Entonces, cada pétalo tirado, abandonado, sufrido o apestado. Ocurre de todo y el sufrimiento se ve en sus rostros. Unos rostros que están cansados de lo que les toca. Porque es lo que se trasluce: una sensación de que todo lo que viven no lo eligen sino que les cae de algún lado. Como si ellos no tuvieran responsabilidades.
La selección musical es excelente y permite rememorar hits de los años 80 y 90, esas canciones que al oír los primeros acordes ya asociamos con películas de aquel entonces. Esto es un valor agregado para la dramaturgia que se va construyendo artesanalmente, con relatos en forma de retazos, con el adiós precipitado, con una separación incoherente, con un límite que nada tiene que ver con el amor y unas lágrimas que prefieren esconderse tras el rostro del horror.
La puta no tiene casa, se escucha en un momento de la historia. Y aquí quedo helada. La mujer que quiere separarse (porque el divorcio aún no existía) tratada de la peor manera, tildada de tantas otras y en ningún momento abrazada. La mujer que no ama es despreciada, dejada a un lado, sin techo. Esa mujer que era todo, de un momento a otro estorba y es mencionada como la lepra.
Lo único que hice fue jugar permite un acercamiento con el sentido de la vida, con los valores, el respeto, el amor, la ira, el temor y tantas otras cuestiones que conviene palpitar.
El que esté libre de pecado puede rezar un Padre Nuestro.
Escrito
en agosto 22, 2017