La nueva versión de “El jardín de los cerezos” (adaptada y dirigida por Helena Tritek), tiene una visión diferente sobre el clásico de Ánton Chéjov.
Es conocida ya la historia así que no me centraré en ella específicamente, sino que tomaré diferentes citas para analizar esta puesta en escena.
Existen varios hilos conductores que son: la lucha de clases, la sabiduría y la venganza.
En la primera notamos cómo Liuba y Gáiev se aferran a una mansión que nada les importa, que quedó en su pasado, pero su capricho de ver florecer los cerezos es más notable.
Por otro lado está el recorrido marcado por Trofímov, en el que justifica cada una de sus palabras, demostrando cuán banales son los otros.
Y, como último punto, se encuentra la venganza.
Me pareció sumamente interesante el personaje de Alejandro Viola interpretando al comerciante Lopajin.
Este hombre no odia, no se odia, no le teme a nada ni a nadie. Él solo desea realizar una estrategia que le permita honrar a sus padres.
Ellos ya no están para celebrar su logro pero el resto de la servidumbre sí.
Y continuando con el remate del jardín de los cerezos, la clase trabajadora y esclava de los ricos más poderosos, se pueden dividir en dos: los que desean rebelarse y obtener un cambio, y los que están acostumbrados a ese sometimiento sintiéndose parte, de alguna manera, de los hogares para los cuales trabajan.
Los esclavos no tienen identidad, ni nombres, pueden ser reemplazados u olvidados como el caso de Firzi.
Mientras la dramaturgia rusa se sucede, el amor circula, intenta surgir, pero las parejas no lo son del todo.
Sí se afirma el vínculo entre Vania y Trofímov, pero no se hace demasiado hincapié en éste.
Lo más importante de esta versión es la mirada social y la semejanza con cualquier sociedad capitalista contemporánea.
Los cerezos son las riquezas acumuladas, los sinsentidos, la pantomima alrededor de una sala de gala y la no inteligencia de ahorrar cuando ya no existe moneda para despilfarrar.
La justicia llega, los que más tienen pierden algo y los que no tenían saben conseguirlo.
¿Justicia divina?
No. Terrenal.
Las escenografías, estéticamente bellas, glamorosas y, en tonos marrones, decoran la obra.
¿Qué decir de los grandes talentosos actores que no se haya dicho?
Todos se lucen, desplazan, bailan, los músicos acompañan y cada escena se desarrolla deliciosamente.
Las dos horas de duración son muy amenas y podríamos continuar junto a ellos, conociéndolos más, sabiendo los por menores de sus vidas u opinando qué les conviene definir.
Como el comienzo de «El jardín de los cerezos», los cuerpos se mezclan, unen, disocian y separan. El baile es la única actividad que los amalgama sin importar quiénes son, qué quieren o a dónde van.
Escrito
en mayo 22, 2014