En medio de una familia totalmente destrozada y agotada de tanto intento frustrado, resurge una de las mujeres más déspota e hiriente metiendo el dedo en la llaga donde más duele. Su nombre es “Emilia” (de y dirigida por Claudio Tolcachir).
Ella (Elena Boggan), una anciana mujer pero con garras de joven violenta, narra su pasado donde dice haber disfrutado de vuestra compañía. Entrometida al máximo, con un estilo de suegra -sin serlo-, de madre, de amante y de mucama; se va encargando de recuperar un lugar que tuvo antaño.
Walter (Carlos Portalupi), su hijo adoptado de la vida, la encuentra en la calle e invita a conocer su nueva casa. Claro que jamás imaginó que de esa simple charla se dirían las atrocidades más grandes y cada miembro de la familia mostraría su verdadero rostro.
Esta obra dramática no es una historia inventada sino una narración que nos recorre de principio a fin. Quizás, alguno pueda identificarse con la situación reinante o, tal vez, conozca a alguien que pasa o pasó por algo similar. Estremece, da escalofríos -claro está- ya que el elenco de actores es excelente y logra hacernos sentir cada sensación relatada por Tolcachir. Pero, la angustia es inevitable. No hay nada por hacer y nosotros seremos meros espectadores de un desenlace terrible, el cual no puede imaginarse al comenzar “Emilia”.
Me parece interesantísima la manera de colocar un paralelismo entre el pasado y presente, donde el foco está puesto en esta humilde viejita, desorientándonos por completo y logrando que atravesemos -junto a ella- su visión de la historia. Su relato pasa a ser el predominante, olvidándonos que existe un argumento más amplio que apunta a un lado que aún no conocemos. Más tarde, sabremos por parte de los demás personajes, otras verdades que nos permitirán conformar una historia completa de la cual podremos: juzgar, acusar con el dedo o simplemente callar para reflexionar.
“Emilia” no queda abierta, sino cerrada, como muestra estar entre las rejas. Dicho encierro le otorga la culpa, una culpa tenaz que la va humillando en silencio, de a poco, sin que logre tener el valor de asumirlo. Esa es ella. Esa mujer que luchó por educar a un hombre que no había salido de su vientre pero que, sin embargo, sintió como tal. Se puede odiarla aunque ella con esa mirada y ojos cansados logrará conmover a cualquier puritano de su maldad. Como dicen muchos: a veces no importa lo que se diga sino cómo se diga. Este es el caso de la situación: Emilia vocifera lo peor, pero dicho con un tono realmente convincente. Ella, manipula, todo. Va sorteando obstáculos, dando lástima. Todos logran amarla y detestarla a la vez. Es que son almas perdidas en busca de un sentido y ella es esa brújula “con experiencia” que consideran logre orientarlos. Pero la vejez no siempre es sinónimo de sabiduría.
El pobre chico (Francisco Lumerman) es la única víctima que oscila entre la idiotez y la inmadurez para no caer al precipicio que tanto teme. Es el único inteligente de la familia -compuesta por su madre (Adriana Ferrer) y su pareja, si se quiere decir Walter, que intenta convencer de lo conveniente. Pero nadie lo escucha. Lo relegan y tratan de la peor manera como si fuera una lacra. El pobre hace lo imposible por salir de la realidad que lo invade -en plena adolescencia-, mientras toca su xilofón sin saber siquiera las notas. Cada sonido será un paso más que avance Emilia y cada silencio un suspenso de lo terrorífico que esté por ocurrir.
La casa nueva, conformada por un cuadrado -repleto de mantas cuadras y de diversos colores- incluirán a estos seres desposeídos de bondades. En un costado estará sentado durante casi toda la obra, un hombre (Gabo Correa), tildado de querer destruir lo que no existe. En algún momento ingresará para compartir con ellos su panorama y será echado a la fuerza. Él es diferente, como su hijo. Ambos son indefensos.
Emilia educó a un monstruo, el mismo que destruirá sin piedad.
Escrito
en agosto 1, 2014